"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Trópico de capricornio - Henry Miller

TRÓPICO DE CAPRICORNIO HENRY MILLER TRÓPICO DE CAPRICORNIO Traducción revisada de Carlos Manzano Título original: Tropic of Capricorn Diseño de la colección: Jordi Salvany Diseño de la cubierta: Edhasa Primera edición: febrero de 2012 © 1961 by Greenleaf Classics © de la traducción revisada: Carlos Manzano Frutos, 2003 © Edhasa, 2003, 2009, 2012 Avda. Diagonal, 519-521 Avda. Córdoba 744, 2º piso C 08029 Barcelona C1054AAT Capital Federal Tel. 93 494 97 20 Tel. (11) 43 933 432 España Argentina E-mail: info@edhasa.es E-mail: info@edhasa.com.ar ISBN: 978-84-350-1936-1 Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Impreso por Cosmos Print Impreso en Argentina A Ella INTRODUCCIÓN a Historia Calamitatum («Historia de mis desventuras») Muchas veces el ejemplo es más eficaz que las palabras para conmover los corazones de hombres y mujeres, como también para mitigar sus penas. Por eso, como yo también he conocido el consuelo proporcionado por la conversación con alguien que fue testigo de ellas, me propongo ahora escribir sobre los sufrimientos provocados por mis desventuras para quien, aun estando ausente, siempre sabe consolar. Lo hago para que, al comparar tus penas con las mías, descubras que las tuyas no son nada en verdad, o a lo sumo de poca monta, y puedas llegar a soportarlas mejor. PEDRO ABELARDO EN EL TRANVÍA OVÁRICO Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, aun en pleno caos. Desde el principio nunca fue sino caos: el fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias. En el substrato, donde brillaba la luna, inmutable y opaca, todo era suave y fecundante; por encima, disputa y discordia. En todo veía yo en seguida el extremo opuesto, la contradicción y, entre lo real y lo irreal, la ironía y la paradoja. Era el peor enemigo de mí mismo.No había nada que deseara hacer que no pudiese igualmente dejar de hacer.Aun de niño, cuando no me faltaba de nada, deseaba morir: quería rendirme, porque luchar no tenía sentido para mí. Consideraba que la continuación de una existencia que no había pedido no iba a probar, verificar, añadir ni substraer nada. Todos los que me rodeaban eran fracasados o, si no, ridículos. Sobre todo, los que habían tenido éxito. Éstos me aburrían hasta hacerme llorar. Era compasivo para con las faltas, pero no por piedad. Era una cualidad puramente negativa, una debilidad que brotaba ante el mero espectáculo de la miseria humana. 11 Nunca ayudé a nadie con la esperanza de que sirviera de algo; ayudaba porque no podía dejar de hacerlo. Me parecía inútil querer cambiar el estado de cosas; estaba convencido de que, sin un cambio del corazón, nada cambiaría, ¿y quién podía cambiar el corazón de los hombres? De vez en cuando un amigo se convertía: algo que me hacía vomitar.Yo tenía tan poca necesidad de Dios como Él de mí y con frecuencia me decía que, si Dios existiera, iría tranquilo a su encuentro y le escupiría en la cara. Lo más irritante era que, a primera vista, la gente solía considerarme bueno, generoso, leal, fiel.Tal vez tuviese esas virtudes, pero, si las tenía, se debían a mi indiferencia: podía darme el lujo de ser bueno, amable, generoso, leal, etcétera, porque estaba exento de envidia. La envidia es la única cosa de la que nunca he sido víctima. Nunca he envidiado a nadie ni nada.Al contrario, lo único que he sentido ha sido compasión de todo el mundo y de todo. Desde el principio mismo debí de ejercitarme en no desear nada con ansia. Desde el principio mismo fui independiente, pero de forma falsa. No necesitaba a nadie, porque quería ser libre, libre para hacer y dar sólo lo que dictaran mis caprichos. En cuanto esperaban algo de mí o me lo pedían, me negaba. Ésa fue la forma que adoptó mi independencia. En otras palabras, estaba corrompido, corrompido desde el principio. Como si mi madre me hubiera amamantado con veneno y éste –aunque me destetó 12 pronto– hubiese permanecido en mi organismo. Incluso cuando me destetó, me mostré, al parecer, del todo indiferente; la mayoría de los niños se rebelan, o fingen rebelarse, pero a mí me importaba un comino. Fui un filósofo ya en mantillas. Estaba contra la vida, por principio. ¿Qué principio? El de la futilidad. A mi alrededor todos luchaban sin cesar.Por mi parte, nunca hice un esfuerzo. Si parecía que lo hacía, era sólo para agradar a alguien; en el fondo, me importaba un bledo.Y, si pudierais decirme por qué había de ser así, lo negaría, porque nací con una vena de maldad y nada puede suprimirla. Más adelante, ya adulto, me enteré de que les costó un trabajo de mil demonios sacarme de la matriz. Lo entiendo perfectamente. ¿Por qué moverse? ¿Por qué salir de un lugar agradable y cálido, un refugio acogedor donde te ofrecen todo gratis? El recuerdo más temprano que tengo es el del frío, la nieve y el hielo en el arroyo, la escarcha en los cristales de las ventanas, el helor de las verdes paredes madorosas de la cocina. ¿Por qué vive la gente en los rudos climas de las zonas templadas, como impropiamente las llaman? Porque la gente es idiota, perezosa y cobarde por naturaleza. Hasta que cumplí diez años, nunca me di cuenta de que existían países «cálidos», lugares donde no tenías que ganarte la vida con el sudor de tu frente ni tiritar y fingir que era tónico y estimulante. En todos los sitios donde hace frío hay gente que se mata a trabajar y, cuando tiene hijos, les pre- 13 dica el evangelio del trabajo... que no es, en el fondo, sino la doctrina de la inercia. Mi familia estaba formada por nórdicos puros, es decir, idiotas. Suyas eran todas las ideas equivocadas que se hayan podido exponer en este mundo. Entre ellas, la doctrina de la limpieza, por no hablar de la probidad. Eran limpísimos, pero por dentro apestaban. Ni una sola vez habían abierto la puerta que conduce hasta el alma; ni una sola vez se les ocurrió dar un salto a ciegas en la obscuridad. Después de comer, se lavaban los platos con presteza y se colocaban en la alacena; después de haber leído el periódico, se plegaba con cuidado y se guardaba en un estante; después de lavar la ropa, se planchaba y doblaba y luego se metía en los cajones.Todo se hacía pensando en el mañana, pero el mañana nunca llegaba. El presente sólo era un puente y en él siguen gimiendo, como el mundo, y ni a un solo idiota se le ocurre nunca volarlo. Mi amargura me impulsa con frecuencia a buscar razones para condenarlos, para mejor condenarme a mí mismo. Pues soy como ellos también, en muchos sentidos. Por mucho tiempo creí que había escapado, pero con el paso del tiempo veo que no soy mejor, que soy un poco peor incluso, porque yo vi siempre las cosas con mayor claridad que ellos y, sin embargo, seguí siendo incapaz de cambiar mi vida. Cuando rememoro mi vida, me parece que nunca he hecho nada por mi propia voluntad, sino siempre apremiado por otros.A menudo la gente me toma por un 14 aventurero: nada más alejado de la verdad. Mis aventuras han sido siempre casuales, siempre impuestas, siempre sufridas en lugar de emprendidas. Pertenezco por esencia a ese pueblo nórdico, altivo y jactancioso que nunca ha tenido el menor sentido de la aventura, pese a lo cual ha recorrido la Tierra, la ha vuelto del revés, esparciendo vestigios y ruinas por doquier. Espíritus inquietos, pero no aventureros. Espíritus angustiados, incapaces de vivir en el presente. Cobardes vergonzosos, todos ellos, incluido yo. Pues sólo existe una gran aventura y es hacia dentro, hacia uno mismo, y para ésa ni el tiempo ni el espacio, ni los actos siquiera, importan. Cada cierto tiempo estaba a punto de hacer ese descubrimiento, pero fue muy propio de mí que siempre consiguiera escurrir el bulto. Si intento pensar en una buena excusa, sólo se me ocurre el ambiente, las calles que conocí y la gente que vivía en ellas. No puedo pensar en calle alguna de América, ni en persona alguna que viva en ella, capaces de enseñar el camino que conduce al descubrimiento de uno mismo. He recorrido las calles de muchos países del mundo, pero en ninguna parte me he sentido tan degradado y humillado como en América. Pienso en todas las calles de América combinadas, formando como una enorme letrina, una letrina del espíritu en que todo se ve aspirado hacia abajo, drenado y convertido en mierda eterna. Sobre esa letrina, el espíritu del trabajo agita una varita mágica; 15 palacios y fábricas surgen juntos, fábricas de municiones y productos químicos, acerías, sanatorios, prisiones y manicomios. El continente entero es una pesadilla que produce la mayor desdicha para el mayor número.Yo era uno solo, una sola entidad en medio de la mayor orgía de riqueza y felicidad (estadísticas), pero nunca conocí a un hombre que fuese rico ni feliz de verdad.Yo al menos sabía que era desgraciado, pobre y desarraigado y que desentonaba. Ése era mi único consuelo, mi única alegría. Pero no bastaba. Habría sido mejor para mi paz espiritual, para mi alma, que hubiera expresado mi rebelión a las claras, que hubiese ido a la cárcel y me hubiera muerto de asco en ella. Habría sido mejor que, como el loco Czolgosz, hubiera matado a tiros a algún honrado presidente McKinley, a una persona apacible e insignificante como ésa que nunca hubiese hecho el menor daño a nadie. Porque en el fondo de mi corazón anidaba un asesino: quería ver a América destruida, arrasada de arriba abajo. Quería verlo suceder por pura venganza, como expiación de los crímenes cometidos contra mí y contra otros como yo que nunca han sido capaces de alzar la voz y expresar su odio, su rebelión, su legítima sed de sangre. Yo era el producto maligno de un suelo maligno. Si no fuera imperecedero, el «yo» de que escribo habría quedado destruido hace mucho.A algunos puede parecerles una invención, pero lo que 16 ocurrió en mi imaginación sucedió en la realidad, al menos para mí. La Historia puede negarlo, ya que no he participado en la historia de mi pueblo, pero, aunque todo lo que digo sea falso, parcial, vengativo, malévolo, aunque yo sea un mentiroso y un falseador, es la verdad y tendrán que tragarla. En cuanto a lo que sucedió... Todo lo que ocurre, cuando tiene importancia, es contradictorio por naturaleza. Hasta que apareció aquella para la que escribo esto, pensaba que las soluciones para todo se encontraban en algún lugar exterior, en la vida, como se suele decir. Cuando la conocí, pensé que estaba aprehendiendo la vida, aprehendiendo algo en lo que podría hincar el diente. Y, en cambio, se me escapó la vida de las manos. Extendí los brazos en busca de algo a que apegarme... y no encontré nada. Pero, al hacerlo, con el esfuerzo por aferrarme, por apegarme, descubrí, pese a haber quedado desamparado, algo que no había buscado: a mí mismo. Descubrí que lo que había deseado toda mi vida no era vivir –si se llama vida a lo que otros hacen–, sino expresarme. Comprendí que nunca había sentido el menor interés por vivir, sino sólo por lo que ahora estoy haciendo, algo paralelo a la vida, que pertenece a ella y al tiempo la sobrepasa. Lo verdadero me interesa poco o nada, tampoco lo real, siquiera; sólo me interesa lo que 17 imagino ser, lo que había asfixiado día a día para vivir. Morir hoy o mañana carece de importancia para mí, nunca la ha tenido, pero no poder siquiera hoy, tras años de esfuerzo, decir lo que pienso y siento... eso sí que me preocupa, me irrita. Desde la infancia me veo tras la pista de ese espectro, sin disfrutar de nada, sin desear otra cosa que ese poder, esa capacidad.Todo lo demás –todo lo que hiciera o dijese al respecto– es mentira.Y es, con mucho, la mayor parte de mi vida. Era una contradicción en esencia, como se suele decir. La gente me consideraba serio y de altas miras, o alegre e imprudente, o sincero y formal, o descuidado y vivalavirgen. Era todo eso a la vez... y algo más, algo que nadie sospechaba, yo menos que nadie. Cuando era un niño de seis o siete años, solía sentarme a la mesa de trabajo de mi abuelo y leer para él, mientras cosía. Lo recuerdo vivamente en los momentos en que, apretando la plancha caliente contra la costura de una chaqueta, se quedaba mano sobre mano y miraba soñador por la ventana. Recuerdo la expresión de su cara, cuando se quedaba soñando así, mejor que el contenido de los libros que leía, mejor que las conversaciones que sosteníamos o los juegos en que participaba en la calle. Solía preguntarme con qué estaría soñando, qué era lo que le hacía quedarse ensimismado así.Aún no había aprendido yo a soñar despierto. Siempre estaba lúcido, en el presente y ente- 18 ro. Su ensueño me fascinaba. Sabía que no tenía relación con lo que estaba haciendo, no pensaba lo más mínimo en ninguno de nosotros, estaba solo y estando solo era libre.Yo nunca me sentía solo y menos que nunca cuando no había nadie conmigo.Me parecía estar siempre acompañado; era como una migaja de un gran queso, el mundo, supongo, aunque nunca me detuve a pensarlo. Pero sé que nunca existí por separado, nunca pensé que fuera yo el gran queso, por así decir. De modo, que, hasta cuando tenía razones para sentirme desdichado, para quejarme, para llorar, tenía la ilusión de participar en una desdicha común, universal. Cuando lloraba, el mundo entero lloraba: así lo imaginaba. Muy raras veces lloraba. Casi siempre estaba contento, reía, me divertía. Me lo pasaba bien, porque, como he dicho antes, todo me importaba tres cojones, en realidad. Estaba convencido de que, si las cosas me salían mal, a todo el mundo le salían mal.Y, por lo general, las cosas salían mal sólo cuando te preocupabas demasiado. Eso se me quedó grabado desde muy niño.Por ejemplo, recuerdo el caso de mi amigo de la infancia Jack Lawson. Pasó todo un año en la cama víctima de los peores sufrimientos. Era mi mejor amigo, o al menos eso decía la gente. Bueno, pues, al principio probablemente lo compadeciera y quizá de vez en cuando pasase por su casa a preguntar por él, pero al cabo de un mes o dos me volví completamente insensible a su sufrimiento. Me decía que había de morir y cuan- 19 to antes mejor y, después de haber pensado eso, actué en consecuencia, es decir, que muy pronto lo olvidé, lo abandoné a su suerte.Por aquel entonces sólo tenía doce años y recuerdo que me sentí orgulloso de mi decisión.También recuerdo el entierro... lo vergonzoso que fue. Allí estaban, amigos y parientes, congregados todos en torno al féretro y todos ellos llorando a gritos como monos enfermos. La madre, sobre todo,me daba cien patadas. Era una persona rara, espiritista, adepta a la Christian Science, creo, y, aunque no creía en la enfermedad ni en la muerte tampoco, armó un escándalo como para levantar al propio Cristo de la tumba.Pero, ¡su amado Jack, no! No, Jack yacía ahí, frío como el hielo, rígido y sordo a sus llamadas. Estaba muerto y la cosa no tenía vuelta de hoja.Yo lo sabía y me alegraba. No desperdicié lágrimas al respecto. No podía decir que hubiera pasado a mejor vida, porque, al fin y al cabo, su «él» había desaparecido. Había desaparecido y con él los sufrimientos que había soportado y el dolor que sin querer había causado a otros. «¡Amén!», dije para mis adentros y acto seguido, como estaba un poco histérico, me tiré un sonoro pedo... justo al lado del ataúd. Eso de tomar las cosas muy en serio... recuerdo que no me apareció hasta la época en que me enamoré por primera vez.Y ni siquiera entonces me las tomaba bastante en serio. Si lo hubiese hecho de verdad, no estaría ahora aquí escribiendo sobre eso: habría muerto de pena o me habría ahorcado. Fue 20 una mala experiencia, porque me enseñó a vivir una mentira. Me enseñó a sonreír cuando no lo deseaba, a trabajar cuando no creía en el trabajo, a vivir cuando carecía de razón para seguir viviendo. Incluso cuando la hube olvidado, conservé la costumbre de hacer aquello en lo que no creía. Desde el principio todo era caos, como he dicho. Pero a veces llegué a estar tan cerca del centro, del núcleo mismo de la confusión, que me asombra que no explotara todo a mi alrededor. Es costumbre achacar todo a la guerra.Yo digo que la guerra no tuvo nada que ver conmigo, con mi vida. En una época en que otros conseguían chollos, yo pasaba de un empleo miserable a otro, sin ganar nunca lo suficiente para subsistir. Casi tan rápido como me contrataban me despedían. Me sobraba inteligencia, pero inspiraba desconfianza. Dondequiera que fuese fomentaba la discordia... no porque fuese idealista, sino porque era como un reflector que revelaba la estupidez y futilidad de todo.Además, no era un buen lameculos. Eso me marcaba, sin duda. Cuando solicitaba trabajo, notaban al instante que me importaba un comino que me lo dieran o no.Y, claro, por lo general me lo negaban. Pero, al cabo de un tiempo, el simple hecho de buscar trabajo se convirtió en una actividad, un pasatiempo, por decirlo así. Me presentaba y me ofrecía para cualquier cosa. Era una forma de matar el tiempo: no peor, por lo que veía, que el propio trabajo. Era mi propio jefe y tenía mi hora- 21 rio propio, pero, a diferencia de otros jefes, sólo provocaba mi propia ruina, mi propia bancarrota. No era una sociedad ni un consorcio ni un estado ni una federación ni una comunidad de naciones: si a algo me parecía, era a Dios. Aquella situación se prolongó desde mediados de la guerra más o menos hasta... pues, hasta un día en que caí en la trampa. Por fin llegó un día en que de verdad deseé un trabajo desesperadamente. Como no tenía un minuto que perder, decidí coger el peor trabajo del mundo, el de repartidor de telegramas. Entré en la oficina de personal de la compañía de telégrafos –la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de Norteamérica– hacia el anochecer, dispuesto a pasar por el aro. Acababa de salir de la biblioteca pública y llevaba bajo el brazo unos libros voluminosos sobre economía y metafísica. Para mi gran asombro, me negaron el empleo. El tipo que me rechazó era un enano que estaba a cargo del conmutador. Pareció tomarme por un estudiante universitario, pese a que en mi solicitud quedaba claro que hacía mucho que había acabado los estudios. Incluso me había adornado en la solicitud con el título de licenciado en filosofía por la Universidad de Columbia. Al parecer, el enano que me había rechazado lo había pasado por alto o bien le había parecido sospechoso.Me enfurecí tanto más cuanto que por una vez en mi vida iba en serio. No sólo eso: además, me había tragado mi orgullo, que en cier- 22 tos sentidos es bastante grande. Naturalmente, mi mujer me obsequió con su habitual mirada y sonrisa despectiva. Dijo que lo había hecho sólo por cumplir. Me fui a la cama pensando en ello, resentido todavía, y, conforme pasaba la noche, aumentaba mi enojo.Tener mujer e hija que mantener no era lo que más me preocupaba; la gente no te ofrecía empleos porque tuvieses una familia a la que alimentar, eso lo entendía perfectamente.No, lo que me irritaba era que me hubiesen rechazado a mí, Henry V. Miller, una persona competente, superior, que había solicitado el empleo más humilde del mundo.Aquello me indignaba. No podía sobreponerme. Por la mañana me levanté muy temprano,me afeité, me puse mis mejores ropas y salí pitando hacia el metro. Me dirigí en seguida a la oficina principal de la compañía de telégrafos... al piso vigésimo quinto o dondequiera que tuviesen sus cubículos el presidente y los vicepresidentes. Dije que deseaba ver al presidente.Por supuesto, el presidente estaba o de viaje o demasiado ocupado para recibirme, pero, ¿quería ver al vicepresidente o, mejor dicho, a su secretario? Vi al secretario del vicepresidente, un tipo listo y considerado, y le eché un rapapolvo. Lo hice con habilidad, sin acalorarme demasiado, pero dándole a entender que no les iba a resultar fácil deshacerse de mí. Cuando cogió el teléfono y preguntó por el director general, pensé que se trataba de una simple broma y que iban a hacerme danzar de uno a otro has- 23 ta que me hartara. Pero, cuando lo oí hablar, cambié de opinión. Cuando llegué al despacho del director general, que estaba en otro edificio de la parte alta de la ciudad, me estaban esperando.Me senté en un cómodo sillón de cuero y acepté uno de los grandes puros que me ofrecieron. Aquel individuo pareció muy interesado al instante por el asunto. Quería que le contara todo, hasta el último detalle, con sus grandes orejas peludas aguzadas para captar hasta el menor retazo de información que justificase algo que estaba tomando forma en su chola. Comprendí que el azar me había convertido en el instrumento que él necesitaba. Le dejé que me sonsacara lo que cuadrase con su idea, sin dejar un momento de observar de dónde soplaba el viento.Y, a medida que avanzaba la conversación, noté que cada vez se entusiasmaba más conmigo. ¡Por fin me mostraba alguien un poco de confianza! Era lo único que necesitaba para soltar uno de mis rollos favoritos. Pues, después de años de buscar trabajo, me había convertido en un experto, naturalmente; sabía no sólo lo que no había que decir, sino también lo que había que dar a entender, lo que había que insinuar. No tardó en llamar al subdirector general y le pidió que escuchara mi historia.Ahora yo ya sabía cuál era la historia. Entendí que Hymie –«ese cabrito judío», como lo llamó el director general– no tenía por qué dárselas de director de personal. Hymie había usurpado su prerrogativa, eso estaba claro.También estaba claro que 24 Hymie era judío y que los judíos no le caían nada bien al director general, ni al señor Twilliger, el vicepresidente, que era una espina clavada en el costado del director general. Quizá fuera Hymie, «ese cabrito judío», el responsable del alto porcentaje de judíos en el cuerpo de repartidores de telegramas.Tal vez fuese de verdad Hymie quien se encargara de contratar en la oficina de personal... en Sunset Place, según dijeron. Deduje que era una oportunidad excelente para el señor Clancy, el director general, de bajar los humos a un tal señor Burns, quien, según me informó, llevaba treinta años de director de personal y, evidentemente, estaba empezando a holgazanear. La conferencia duró varias horas. Antes de que acabaran, el señor Clancy me llevó aparte y me informó de que me iba a hacer jefe del cotarro. Sin embargo, antes de entrar en funciones, me iba a pedir como favor especial, y también sería como un aprendizaje muy útil, que trabajara de repartidor especial. Recibiría el sueldo de director de personal, pero me lo pagarían en una cuenta aparte. En pocas palabras, tenía que pasar de una oficina a otra y observar cómo llevaban los asuntos todos y cada uno. De vez en cuando debía hacer un pequeño informe sobre cómo iban las cosas.Y una que otra vez, según me sugirió, había de visitarlo en su casa en secreto y charlaríamos un poco sobre la situación en las ciento una sucursales de la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de la 25 ciudad de Nueva York. En otras palabras, iba a ser un espía por unos meses y después me pondría a manejar el cotarro.Tal vez me hicieran también director general algún día o vicepresidente. Era una oferta tentadora, pese a ir envuelta en puro paripé. Dije que sí. Unos meses después estaba sentado en Sunset Place contratando y despidiendo como una fiera. Era un matadero, ¡palabra! Algo que no tenía el menor sentido. Un desperdicio de hombres, material y esfuerzo. Una farsa horrible sobre un telón de fondo de sudor y miseria. Pero así como había aceptado espiar, así también acepté contratar y despedir y todo lo que llevaba consigo. Dije que sí a todo. Si el vicepresidente ordenaba no contratar a inválidos, no contrataba a inválidos. Si el vicepresidente decía que había que despedir sin avisar a todos los repartidores mayores de cuarenta y cinco años, los despedía sin avisar. Hacía todo lo que me ordenaban, pero de modo que tuvieran que pagarlo.Cuando había huelga, me cruzaba de brazos y esperaba a que pasase. Pero primero procuraba que les costara sus buenos cuartos. El sistema entero estaba tan podrido, era tan inhumano, tan asqueroso, tan irremediablemente corrompido y complicado, que habría hecho falta un genio para darle un poco de sentido o ponerle orden, por no hablar de bondad o consideración humanas.Yo estaba contra todo el sistema laboral americano, que está podrido por ambos extremos. Era la quinta rueda del vagón y ninguno de los dos bandos me necesitaba 26 salvo para explotarme. De hecho, todo el mundo estaba explotado: el presidente y su cuadrilla por los poderes invisibles, los empleados por los ejecutivos y toda la pesca de cabo a rabo de la queli. Desde mi pequeña alcándara en Sunset Place, podía observar a vista de pájaro toda la sociedad americana. Era como una página de la guía de teléfonos. Alfabética, numérica, estadísticamente, tenía sentido. Pero, cuando la mirabas de cerca, cuando examinabas las páginas por separado, o las partes por separado, cuando examinabas a un solo individuo y lo que lo constituía, el aire que respiraba, la vida que llevaba, los riesgos que corría, veías algo tan inmundo y degradante, tan bajo, tan miserable, tan absolutamente desesperante y disparatado, que era peor que mirar dentro de un volcán. Podías ver la vida americana en conjunto: económica, política, moral, espiritual, artística, estadística, patológicamente. Parecía un gran chancro en una picha ajada. En realidad, parecía algo peor, porque ya ni siquiera se podía ver algo parecido a una picha. Quizás en el pasado hubiera tenido vida, hubiese producido algo, hubiera ofrecido al menos un momento de placer, un estremecimiento momentáneo. Pero, mirándolo desde donde estaba yo sentado, parecía más podrido que el queso más agusanado. Lo asombroso era que su hedor no los matara... Estoy usando tiempos de pretérito, pero, desde luego, ahora es lo mismo, tal vez un poco peor incluso. Al menos, ahora sentimos todo el hedor. 27 Cuando Valeska entró en escena, yo ya había contratado varios cuerpos de ejército de repartidores.Mi despacho en Sunset Place era como una alcantarilla abierta y como tal apestaba. Me había metido en la trinchera de primera línea y me estaban caneando desde todos lados a la vez. Para empezar, el hombre a quien había quitado el puesto murió de pena unas semanas después de mi llegada. Resistió lo justo para ponerme al corriente y después la diñó. Las cosas ocurrían tan deprisa, que no tuve oportunidad de sentirme culpable.Desde el momento en que llegaba a la oficina, era un largo pandemónium ininterrumpido. Una hora antes de mi llegada –siempre llegaba tarde–, el local ya esta atestado de solicitantes. Tenía que abrirme paso a codazos escaleras arriba y abrirme camino a la fuerza, literalmente, para poder llegar a mi escritorio. Antes de poder quitarme el sombrero, tenía que responder a una docena de llamadas telefónicas. En mi mesa había tres teléfonos y sonaban todos a la vez. Empezaban a tocarme los cojones con sus gritos antes incluso de que me hubiese sentado a trabajar.Ni siquiera había tiempo para jiñar... hasta las cinco o las seis de la tarde.Hymie lo pasaba peor que yo, porque no podía moverse del conmutador. Permanecía sentado ahí desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, cambiando volantes de sitio.Un volante era un repartidor prestado por una oficina a otra oficina por todo el día o por parte de él.Ninguna de las ciento una oficinas 28 FIN

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